domingo, 9 de agosto de 2009

Agur Capitán

Yo le miraba con admiración cuando se subía al barco desde las escaleras del puerto. Primero un pié y antes de que su peso hiciese que el barco se alejara ponía su otro pié hábilmente sobre la proa. Así luego me cogía del brazo y me metía dentro de la motora. Era lo mejor de los veranos. Yo me limitaba a mirarlo mientras él ponía el motor en marcha y salíamos poco a poco del puerto. Mi abuelo saludaba a los pescadores que vigilaban sus cañas desde el puerto. No los conocía, pero tenían un vínculo que los hacía conocidos: El mar.

Salíamos del puerto y torcíamos a la izquerda, era entonces cuando empezaba a preparar todos los aparejos que íbamos a utilizar esa tarde. Lo hacía todo tan fácil...Cuando los tenía listos los ataba a la embarcación, un aparejo a mi lado y otro al suyo. Ya sólo nos quedaba esperar a que algún pez mordiese el anzuelo y tirase de el. Así, a la espera podíamos pasar horas y horas. Él no decía nada, estaba callado. Yo tampoco, pero tampoco hacía falta. De vez en cuando el aparejo se tensaba y tirábamos de él para coger la presa. A veces llegábamos incluso a llenar el balde de pescado. Entre él y yo teníamos montada una sociedad muy interesante: Mi abuelo se encargaba de todo y al llegar a puerto el mérito nos lo repartíamos entre los dos.

Mi abuelo siempre llevaba una bolsa con frutas. Así, mientras que los peces se decidían a picar el anzuelo nosotros merendábamos algo. Al pelarlas, junto con la piel se dejaba media pieza, y luego me daba un pedazo. Lo he dicho siempre y lo repetiré hasta mi último día: Las manzanas en el mar saben mucho más dulces. Yo no encontraba explicación para defender esa idea, pero ahora años más tarde creo que ya sé cual es la razón. Al pasar horas en el mar, el salitre que se pegaba a nuestros labios hacía que cualquier cosa que nos llevásemos a la boca nos resultase mucho más dulce de lo que en realidad era. Nunca comeré manzanas más dulces que aquellas.

Siempre tenía historias que contarme. Sin duda era un héroe anónimo, aunque para mí tenía nombre y apellidos. Cuando él tenía 13 años estalló la guerra civil. Su padre murió antes de que eso ocurriera y su madre, para ponerlo a salvo lo embarcó rumbo Inglaterra. Fué uno de esos chavales llamados "Niños de la guerra". Allí pasó 3 años, según él los mejores de su vida. Después pudo volver a casa pero su trabajo le obligaba a pasar largas temporadas lejos de los suyos. Era el jefe de máquinas de barcos que iban hasta Terranova a por bacalao. Hasta diez meses podía estar en el mar antes de volver a casa.

Durante todo ese tiempo fuera de casa vivió mil historias que contaba orgulloso cada vez que nos reuníamos alrededor de una mesa. En navidad yo siempre procuraba sentarme a su lado, a la espera de que me repitiera todas esas vivencias. Pero no era una persona habladora. Él siempre permanecía callado, observando a los demás, orgulloso de aquella familia que él había creado. Si los demás estábamos bien, el también lo estaba. Parecía no necesitar más que eso.

En todo lo que he escrito hasta ahora se puede apreciar todo lo que yo he estimado a esta persona, pero todo este aprecio iba más allá de la relación que puede haber entre nieto y abuelo. Se trataba de una persona con un don peculiar. Era capaz de hacer especial cualquier momento que uno pasara con el, fuese o no una persona cercana a el. De eso me he dado cuenta al estar con gente que me ha hablado sobre momentos que pasaron con el. Todos tenían esa mirada perdida y una sonrisa en la boca. Los que leáis esto y no hayáis conocido a mi abuelo quizás no entendáis lo que quiero decir, pero los demás estoy seguro de que sabéis de lo que hablo. Tenía un don.

Era capaz de crear una complicidad anormal con las personas que convivían con el. Hacía qe cualquier momento fuese especial. Hará algo menos de un año recuerdo que estando sentado al lado suyo me pidió que le acercara unas monedas de coleccionista que tenía guardadas en su habitación. Las había comprado en Canadá en uno sus largos viajes hacía ya varias décadas. Eran en total 22 monedas de plata que quería dividir entre sus 7 nietos. Así, fuimos guardando las monedas en bolsitas pequeñas que llevaban los nombres de cada uno de sus nietos, hasta que al final sobró una moneda. Él me miró, me guiño un ojo y me dijo: - No digas nada a los demás, pero ésta última es para tí. Quería hacerme ver como que yo era su nieto preferido. Yo le sostuve la mirada como diciéndole: Cabronazo, si en vez de estar yo ayudándote con el reparto hubiera estado cualquiera de los otros nietos se lo hubieras dado a él. Él se dió cuenta de mi pensamiento y sonrió. Pero a veces hacer sentir especial a alguien es gratis y el lo hacía en todo momento.

Aún así el tiempo no guarda privilegios para nadie y a él, como a todos los demás, le ha ido minando hasta el punto de alejarnos de él definitivamente. Es dífícil decir adiós a una de esas personas que sabes que no van a poder ser sustituidas por nadie, pero es ley de vida. No me gustan los tópicos, pero hay uno que dice que las personas nunca mueren mientras sean recordadas y yo a mi abuelo no lo voy a olvidar jamás. Y es que estoy seguro de que éstas lágrimas en poco tiempo se convertirán en sonrisas al recordar aquellos momentos dulces. Dulces como aquellas manzanas.